El duelo por el campeonato mundial de ajedrez de 1972 cambió la historia de los tableros para siempre
El ajedrez cambió para siempre hace 50 años, en un contexto de creatividad sin precedentes. Coppola estrenaba ‘El Padrino’ y Bob Fosse deslumbraba al mundo con ‘Cabaret’. Bergman, más intimista, nos dejaba sus ‘Gritos y susurros’. En el tablero, Bobby Fischer derribó en Reikiavik a Boris Spassky y a su imperio, en lo que Garry Kasparov definió como «el combate de los dioses». Es apasionante seguir el relato del excampeón mundial en su obra ‘Mis geniales predecesores’ (Ediciones Merán), traducida por Antonio Gude.
El americano venía de lograr una serie de victorias sin precedentes en los duelos de Candidatos. Destrozó a Taimanov y a Larsen con dos sets en blanco, 6-0 a cada uno, y luego machacó a Petrosian, uno de los grandes de la historia. Botvinnik, padre del ajedrez soviético, ya hablaba de los «milagros» de Fischer. Sospechaban que había algo, más allá de un jugador fortísimo.
Boris Spassky parecía mejor preparado para enfrentarse a Bobby. A su favor tenía que él sí valoraba en su justa medida a su enemigo. De hecho, en su informe para ayudar a Taimanov, dijo una frase demoledora: «No le digamos la verdad acerca de la fuerza de Fischer, porque perdería confianza en sí mismo». Por otro lado, Spassky creía que a Fischer quizá le sobraba algo de autoconfianza. Le había ganado tres veces y no había perdido nunca contra el genio, del que criticaba su «mandíbula de cristal», como muchos hacen ahora con Nepomniachtchi. Petrosian, que había probado en sus carnes la medicina americana, también estaba muy preocupado por la posible pérdida de la corona.
1971
2005


Bobby Fischer, en 1971 y en 2005, cuando fue detenido en Japón
Spassky disfrutaba el respaldo de toda la Escuela Soviética de Ajedrez. El Comité de Deportes de la URSS ordenó una movilización general. A Boris y su equipo de entrenadores se les asignó la dacha del Consejo de ministros de la URSS en Arjyz (en el norte del Cáucaso). El secretario del Comité Central del PCUS, Piotr Demichev, supervisaba directamente la preparación, como si fuera una cumbre política.
Formaban parte del equipo los ex campeones mundiales Botvinnik, Smyslov, Petrosian y Tal, además de otros astros sin corona como Korchnoi, Keres, Kotov y Averbaj. Los mejores ajedrecistas del país fueron obligados a emitir sus propios informes por escrito. Aquella práctica, cuenta Kasparov, siguió cuando Karpov defendió su corona ante Korchnoi. Para la URSS, el ajedrez era mucho más que un juego o un deporte, aunque todo eso trataba de mantenerse en absoluto secreto. Los detalles se conocieron dos décadas después, gracias al libro ‘Los rusos contra Fischer’, aunque ya entonces se sospechaba el trabajo colectivo contra el lobo solitario.
Tal y Korchnoi fueron los más críticos con las posibilidades de Spassky. El primero dijo que el campeón debía superar «cierta indolencia». Llegó a utilizar el término «nihilismo» y censuró la «negación de la necesidad de estudiar teoría». Hubo errores de confianza, desde luego. Se decidió que jugara partidas de entrenamiento contra la entonces joven promesa Anatoly Karpov, pero después de la primera partida, Boris pensó que era suficiente. Igor Bondarevsky, preparador de Spassky, abandonó el equipo porque se olía la catástrofe.

¿Qué hacía entretanto Robert James Fischer? Estudiaba en un complejo hotelero de Nueva York y hacía deporte. Nunca se separaba de un gran libro rojo con las partidas de Spassky. Lo llevaba hasta a la cena. Comía solo y reproducía las partidas en su pequeño ajedrez de bolsillo. No parecía gran cosa frente a la maquinaria soviética, aunque él aseguraba que iba a «aplastar» al campeón. No obstante, temía a los rusos en una mezcla entre una paranoia incipiente y el conocimiento profundo de los métodos de sus enemigos. Por si acaso, en Islandia le pusieron un guardaespaldas.
El duelo empezó a decantarse por las declaraciones deportivas de Spassky hacia su rival, un «maravilloso jugador». «Sin él, el mundo del ajedrez sería más aburrido», declaró el caballero del tablero, cuyo amor al juego lo ayudó a llegar a la cumbre y después a despeñarse, hipnotizado por el espectáculo.
A todo esto, hasta el último momento no estuvo claro si se celebraría el duelo por el título del Mundo. De entrada, Fischer se perdió la inauguración. Tampoco acudió al sorteo, al día siguiente. La delegación soviética pidió su descalificación, no sin razón. Max Euwe, ex campeón mundial y presidente de la FIDE, se dejó la piel para lograr que se jugara. Fischer solo apareció cuando un mecenas inglés, James Slater, dobló la bolsa de premios, ahora un cuarto de millón. Y es verdad que Henry Kissinger lo llamó en persona, pero el gran maestro deja claro cuáles fueron sus estímulos. «Se ha escrito que fui persuadido por Kissinger, pero no fue él quien puso los 130.000 dólares restantes…».
El 4 de julio aterrizó en la capital de Islandia, acompañado por solo tres personas, entre ellas William Lombardy, gran maestro y clérigo que aportaba más apoyo espiritual que ajedrecístico. Cuando Bobby no fue al sorteo, Spassky estalló. Se sintió insultado y Bobby, con su sexto sentido, percibió que esta vez debía pedir perdón.
El excampeón mundial Mijail Tal pensaba que la conducta de Fischer fue «concebida y planeada por un psicólogo de alto nivel». Fuera premeditada o no, en esa guerra psicológica sin cuartel, Spassky se tambaleó. Al ruso lo mató la curiosidad, como al gato. Él quería comprobar de forma genuina quién era el mejor del mundo y prefería averiguarlo y perder el título que ganarlo en los despachos, como le exigía su equipo ante los incumplimientos de Fischer.
Se jugó así la partida 1, el 11 de julio de 1972. Se llegó a un final igualado, en el que Fischer hizo una bravuconada que le salió cara. Se comió un peón envenenado, una forma de decir que podía hacer lo que quisiera, y perdió esa partida. Nadie entendía nada.

Kasparov cree que Fischer no estaba aún preparado para jugar, que se había quemado con la lucha de los preliminares. El americano se encerró a estudiar una vez más la ‘Biblia de Fischer’, como llamaba Lombardy al libro rojo, y cometió su segundo error consecutivo, aún más sorprendente: no se presentó a jugar la segunda partida, alegando que el equipo de filmación afectaba a sus nervios e interfería en su pensamiento. Según Karpov, fue una obra maestra psicológica. «Petrosian se habría relamido de gusto por el punto regalado», pero Spassky, «el filósofo, perdió su equilibrio».
Fischer siguió exigiendo muchas tonterías, como que los semáforos de la isla debían estar siempre en verde para él, pero en medio coló algo importante, la tercera partida debía jugarse a puerta cerrada. El árbitro, Lothar Schmid, persuadió a Spassky, que podría haberse enrocado allí mismo y mantener la corona sin mover un peón más.
«Me parece que la derrota de Spassky se debió en gran parte al hecho de que perdió el duelo psicológico», opina Kasparov. Spassky, presionado por los soviéticos, admite la mayor: «Salvé a Fischer al jugar la tercera partida. Sellé prácticamente mi capitulación». Garry está de acuerdo. Al menos, el ruso se ganó el amor incondicional de los islandeses por salvar su Mundial. Él y Aleksandr Solzhenitsyn eran los soviéticos más queridos en aquel momento.
Remontada
Fischer perdía 2-0, pero no tardó en remontar. Ganó aquella tercera partida jugada a puerta cerrada, el 16 de julio, y después de la sexta ya iba por delante. Mijail Botvinnik empezó a hablar de «los chanchullos de la CIA».
Lo cierto es que el campeón parecía grogui. En una ocasión, Spassky olvidó sus análisis de apertura. Otras veces no hacía las jugadas que había preparado con sus ayudantes, como Caruana en el Candidatos de Madrid. Los soviéticos empezaban a ver cada vez más fantasmas y pidieron que se desmontara la silla de Fischer; estaban convencidos de que ocultaba algo.
Efim Geller, otro ayudante de Spassky, se quejó de forma oficial por el uso de «elementos electrónicos o sustancias químicas». En este sentido, se vivió un anticipo de la guerra sucia de Filipinas entre Karpov y Korchnoi, en 1978. A Fischer le dio un ataque de risa. A esas alturas ya tenía el título en el bolsillo. La silla fue desmontada y aparecieron dos moscas muertas. El corresponsal de ‘The New York Times’ sugirió en broma que quizá convenía practicarles la autopsia.

Kasparov critica el ambiente de «espías» de la delegación soviética, el hecho de que todo lo relacionado con la preparación del campeón fuera «material clasificado». En 2003, Boris Vasilievich todavía pensaba que pudieron utilizar alguna radiación contra él. A mí mismo me contó en Bilbao que una vez, no hablaba de Fischer, sintió una extraña fuerza que le impedía hacer la jugada que él sabía que era la buena. Seguramente, el mero hecho de creer en esas cosas ya le perjudicó seriamente. Quizá la hipnosis en el tablero no sea ciencia ficción.
Fischer venció por 12,5 a 8,5, tres partidas antes de agotar las 24 programadas. Ganó 7, perdió 3 y firmó tablas en 11 ocasiones. El camino no fue tan sencillo, después del paseo que supuso la remontada, pero nunca vio en peligro el campeonato. Era el triunfo de la determinación de un solo hombre contra un imperio.
El 3 de septiembre, en la ceremonia de clausura, tuvo lugar un episodio clave para entender a Fischer. Ante 2.000 asistentes, Euwe le dio el sobre con su cheque y extendió su mano, para que el americano se la estrechara. Pero este, sin prisa, abrió el sobre, comprobó el cheque, lo guardó en la chaqueta y solo entonces estrechó la mano al presidente de la FIDE. La historia tiene un pequeño epílogo, en la comida oficial posterior. Ajeno a todos, Fischer terminó su plato y rebuscó en su bolsillo. Alguno llegó a temer que fuera a comprobar el cheque de nuevo. En su lugar, sacó su pequeño tablero de bolsillo y se puso a estudiar una posición. Acababa de ganar el Mundial y ya estaba preparándose para la siguiente partida… que nunca llegó a jugar.
Revancha
Las Vegas ofreció de inmediato un millón de dólares por el duelo de revancha, que todos daban por hecho. Como sabemos bien, no se celebró, aunque 20 años después Spassky y Fischer sí se reencontraron en territorio prohibido, lo que le acabó costando la cárcel al americano.
Según Kasparov, la intención de Fischer de jugar un duelo de revancha contra Spassky y solo después defender su título contra el aspirante oficial de la FIDE fue su primera tentativa por alterar el orden como campeón, algo que la historia nos ha enseñado que es casi una constante.

En 1978, Milos Forman quiso rodar una película sobre aquel encuentro formidable de 1972, pero sin utilizar actores. El director de ‘Alguien voló sobre el nido del cuco’ quería utilizar a los grandes maestros. Spassky estaba dispuesto, pero el checo comprendió pronto que la personalidad del americano era incompatible con las exigencias de un rodaje.
Ironías del destino, Fischer fue recibido en Estados Unidos como héroe nacional. No tardaría demasiado en convertirse en el enemigo público número uno y el más buscado, por encima de cualquier criminal de verdad. Bobby, por su parte, rehusó la invitación a visitar la Casa Blanca: «Me pareció que no me pagarían nada por esa visita», cuenta Kasparov que dijo. Y sin embargo, el dinero no era lo más importante para aquel chico acomplejado por las privaciones de su infancia. Rechazó un dineral por anunciar toda clase de productos. Para él, lo esencial era cuidar el ajedrez y darle la dignidad que no tenía. Obviamente, se equivocó de camino, aunque Spassky llegó a llamarlo sin ironía «el presidente de nuestro sindicato».
Bobby pensaba que aceptar esas ofertas dañaría su reputación y la del ajedrez. Kasparov cree que era el momento de convertir el oficio de gran maestro en algo prestigioso y popular, en llenar los tableros de dinero en el momento propicio. El excampeón ruso va aún más lejos y cree que, de algún modo, esas exigencias infantiles de Fischer han sido heredadas por otros campeones. Ese es, opina, su legado más triste.
Bobby no cumplió ninguna de sus promesas de ensanchar el ajedrez y rechazó luego una bolsa de 5 millones de dólares por defender su título en Filipinas, contra Karpov. Garry cree que el americano tenía razones objetivas para temer al joven aspirante, más aún después de tres años sin jugar al ajedrez.
Hubo numerosas reuniones secretas, incluida una en Córdoba, pero el duelo Fischer-Karpov nunca llegó a materializarse. Incluso se planteó una especie de Superliga entre los mejores jugadores, lo que habría supuesto un cisma con la FIDE, que años más tarde protagonizó el propio Kasparov.
Fischer planteó condiciones inaceptables y los soviéticos tenían planeado contraatacar con otras que el americano no pudiera aceptar. Había demasiada gente interesada en que no se jugara nunca. Karpov sí quería hacerlo, para demostrar que no era un campeón postizo, pero tampoco estaba dispuesto a capitular como su antecesor. Bobby Fischer se convirtió en un fantasma y el mundo siguió jugando, aunque un poco peor.
El Pepazo/ABC España